Recuperar nuestra humanidad

Ser humano significa estar en contacto profundo con uno mismo y con los demás, con lo que nos identifica como seres de carne y hueso, inteligentes y sensibles. Para ello es necesario recuperar nuestra capacidad de placer,
integrar valores éticos en nuestra conciencia y transformar nuestra competitividad en colaboración; las tres claves del nuevo humanismo.

XAVIER TORRÓ
Profesor de filosofía, psicólogo y psicoterapeuta reichiano. Profesor tutor del Master de Psicología Clínica en el Colegio de Psicólogos. Especialista en intervención educativa y clínica con adolescentes.

El 14 de diciembre de 2012, Adam Lanza, un joven de 20 años, asesinó a sangre fría a 27 personas, 20 de las cuales eran niños de entre 6 y 7 años de edad. Entre las víctimas se encontraba su propia madre, Nancy Lanza. La terrible matanza ocurrió en un colegio de Newtown, pequeña población cercana a Nueva York, en el que el propio Adam había cursado estudios de primaria. Adam era delgaducho pálido y brillante en los estudios. Apenas hay datos sobre su pasado; tan solo sabemos que pasaba muchas horas jugando a los videojuegos y que sus vecinos lo describen como un chico tranquilo y muy educado. No se han encontrado cartas o diarios que descubran la causa de su actuación.

¿Por qué este terrorífico alarde de violencia en un joven bueno, educado y tímido?

Adam Lanza no tenía amigos, su tiempo lo dedicaba a los videojuegos y vivía con una madre obsesionada con la seguridad en un barrio donde apenas había relación social entre los vecinos. Pero sabemos que Adam no es el único que ha extraviado su humanidad, que en mayor o menor grado todos hemos ido perdiendo la capacidad de contacto, de relación y de amor. Algunas experiencias vitales para nuestro desarrollo no las hemos podido vivir o las hemos vivido de forma sesgada y ahora es tiempo de reflexionar sobre nuestra humanidad: quizá sea necesario un “nuevo humanismo”.

El humanismo es el pensamiento que da valor y dignidad al ser humano, al colocar su vida y su persona en una posición privilegiada en el mundo. La historia de la humanidad ha contemplado momentos de auge de este pensamiento y momentos de eclipse. Así, se ha hablado de un humanismo antiguo desarrollado por la filosofía y la literatura griega y romana. Más cercano a nuestros días, encontramos el humanismo renacentista que contrapone a la visión del hombre medieval un hombre que recupera la creatividad, su capacidad de transformar el mundo y su deseo de construir con esfuerzo su propio destino.

En cambio, en el momento actual parece que vivimos un periodo de desvanecimiento del valor de la vida del ser humano: la competitividad, la productividad, la aceleración de la vida cotidiana, el vaciamiento de las relaciones sociales, la tecnificación de la vida y el aislamiento en un mundo sobrepoblado, hace que nos sintamos cada vez más vacíos, más solos y más frustrados. Es necesario que retomemos de nuevo el pulso a la vida y pongamos al ser humano en el centro de los procesos sociales.

¿Cómo podemos recuperar nuestra humanidad?

Creo que existen tres factores claves que pueden permitirnos recuperar nuestra humanidad.

En primer lugar, recuperar nuestra capacidad de placer. Entendemos el placer en un sentido amplio: disfrutar de todos los momentos de nuestra vida, de las relaciones con nuestra pareja, en el trabajo, con nuestros hijos, en un paseo por la montaña, en una puesta de sol, en una conversación con los amigos. Esta actitud expansiva es, de acuerdo con Wilhelm Reich, la manifestación básica de la vida, pero el peso de la cultura impide su expresión y la transforma en contracción y, por tanto, en destructividad y sadismo social. Para recuperar nuestra humanidad es necesario conectar con nuestro cuerpo, con nuestro ritmo, con nuestras necesidades; entenderlas y poner los medios para su satisfacción. Como padres y educadores debemos facilitar la expresión de las necesidades reales de los más jóvenes, para que vayan conectando con ellos mismos, afirmándose en su ser.
Pero para poder vivir el placer en lo que hacemos necesitamos el amor. Tan solo con amor podemos afrontar cada instante de nuestra vida con dedicación y abandono. Por algo Venus, la diosa latina de la belleza y los placeres, es la madre de Amor (Cupido). El amor es una fuerza tan poderosa que favorece el crecimiento y el desarrollo de los seres vivos, facilita la felicidad restañando las heridas y permite la alegría sofocando la tristeza. En nuestro momento histórico actual solemos imponer la cultura desde la constricción y el sadismo social.

Debemos reinventar nuestro mundo, nuestras instituciones y nuestras relaciones basándolas en el amor. Tan solo así podremos recuperar el placer de vivir.
En segundo lugar sería necesario recuperar una serie de valores éticos que nos permitan estructurar la vida social y encontrarle un sentido. Sin embargo, los valores que permiten arraigar la vida de los seres humanos no deben surgir en nosotros por imposición de nadie, ni deben ser asumidos mentalmente por miedo al castigo divino o humano. Para que los valores tengan sentido realmente deben surgir desde nuestra propia naturaleza, o como algo vivido a lo largo de nuestro desarrollo. Solo los humanos reflexionamos sobre una ética que nos permita encontrar sentido a nuestra existencia individual y social como especie. Seguramente a lo largo de la evolución algo se interpuso entre nuestra naturaleza y el desarrollo de la misma que propició la incertidumbre sobre nuestro comportamiento y la reflexión sobre el mismo.

De acuerdo con Rousseau la ética ha de tener un fundamento en la naturaleza humana. Rousseau deduce toda nuestra moral de los dos sentimientos básicos del hombre natural: “el amor a sí mismo” y “la piedad”. El “amor a sí mismo” sería equiparable al instinto de conservación que busca satisfacer nuestras necesidades para subsistir y adaptarnos. Pero Rousseau se cuida mucho de diferenciar el “amor a sí mismo” del “amor propio” o egoísmo, que surge en la sociedad y será la causa de la degeneración del ser humano. Sostiene que el “amor propio” nos induce a compararnos con los demás, y a buscar que los demás nos tengan en cuenta multiplicando nuestras necesidades hasta la esclavitud. Respecto a la “piedad” sería la repugnancia natural a ver perecer o sufrir a otro ser sensible y fundamentalmente a nuestros semejantes. Rousseau le da especial importancia a la “piedad”, al considerarla la base de la moral y sostiene que sin éste sentimiento moral seríamos como monstruos. A partir de estos dos sentimientos naturales se desarrollaría tanto la moral como forma de relación humana, como el derecho natural como sistema normativo para regular nuestra organización social.

Relacionado con el concepto de “piedad” de Rousseau, está el moderno concepto de “empatía”, entendido como la capacidad de comprender, e incluso sentir las emociones y los afectos del otro. En la actualidad se considera a la empatía como una disposición natural, innata, que se pone en funcionamiento en los seres humanos mediante dos procedimientos: la observación de un conflicto en el cual el observador tiende a tomar partido por una de las partes y la narración de historias mediante las cuales el observador busca ver y comprender el mundo con los ojos del otro. Ambos procedimientos comienzan a darse en las primeras experiencias infantiles de socialización. Para que la capacidad empática se integren de forma adecuada necesitamos sentirnos acompañados y respetados, a la vez que protegidos.

Una relación respetuosa con el ritmo de crecimiento de nuestros hijos, con la satisfacción de sus necesidades y con la expresión de sus sentimientos, permiten una incorporación a la conciencia de su imagen corporal y de su yo real. En caso contrario se produce una pérdida progresiva del contacto con nuestro cuerpo y para compensar esa pérdida se crea una imagen idealizada de uno mismo y una incapacidad de conectar con nuestros sentimientos.

En tercer lugar, debemos transformar nuestra competitividad en cooperación o al menos que exista un mayor equilibrio entre la competitividad y la cooperación. A medida que se ha ido desarrollando la sociedad industrial, hemos ido cayendo cada vez más en el individualismo y la competencia. La vida social ha pasado a convertirse en una lucha por la supervivencia en la que nos han hecho creer que el que triunfa es el más fuerte, el más dotado. En el trabajo, en las aulas, en los equipos deportivos, en demasiados ámbitos de la vida social, nuestros compañeros se han convertido en nuestros competidores, transformando la franqueza y la aceptación en desconfianza y envidia. Los trabajos y las actividades humanas, en general, se han llenado de rutinas mecánicas y normas rígidas que impiden ver al otro en su singularidad. La incorporación masiva de la tecnología en la sociedad ha contribuido a aislarnos y a convertir nuestra relación con el otro en algo maquinal y frío. Debemos y podemos tomar cartas en el asunto y transformar esta forma de vivir nuestras vidas que nos lleva a la infelicidad y el vacío existencial. No somos animales competitivos, egoístas y sanguinarios, aunque en ocasiones cueste creerlo observando la historia. Los seres humanos somos animales sociales, buscamos la relación, la comunicación y la cooperación con nuestros semejantes. Algunos etólogos han llegado a la conclusión de que somos animales “parlanchines”, que buscamos el contacto con los demás mediante la conversación, no por llegar a ninguna conclusión sino por el placer de hablar y estar entre nuestros congéneres. Cuando nos sentimos mal o estamos inquietos por alguna causa, nos encanta que nos escuchen, eso nos relaja y suaviza nuestro malestar. También nos gusta enseñar lo que sabemos, compartir nuestros conocimientos y sentirnos acompañados en nuestra forma de ver el mundo. Habitualmente observamos que los niños pequeños, así como la mayoría de las personas a lo largo de la vida, buscamos amoldarnos al grupo para sentirnos más cómodos. La antropología ha demostrado que las hazañas más importantes de nuestra especie son producto de empresas cooperativas o grupos humanos que interactúan entre sí para la consecución de un fin determinado: véase, por ejemplo, la caza o la división social del trabajo o la organización familiar. Fueron seguramente estos hechos los que llevaron a los filósofos griegos a enunciar que el ser humano es un ser social por naturaleza. O como dicen los antropólogos modernos, que el “homo sapiens” está adaptado para actuar y pensar cooperativamente.

Michael Tomasello es un investigador que ha demostrado que los niños pequeños tienden a cooperar y a ayudar en muchas situaciones. Esta inclinación de los niños no surge porque los padres refuercen ciertos comportamientos cooperativos. En sus experimentos ha demostrado que los niños tienden a comprender la situación del otro que se encuentra en dificultades y por eso le prestan ayuda. A medida que los niños se van haciendo más independientes se convierten en más selectivos y tan solo ofrecen su cooperación a personas que no se aprovechen de ellos y tiendan a devolverles el favor. Tomasello deriva este concepto de cooperación de la idea de “mutualismo”: cuando todos nos beneficiamos de la cooperación pero solo si trabajamos juntos, si colaboramos.

En los seres humanos lo que nos da mayor eficacia como sociedad no es la rigidez de las funciones sociales, sino la cooperación y la capacidad de llevar a cabo proyectos juntos que generen expectativas mutuas.

Reinventarnos no pasa por crear un nuevo ser humano, mitad hombre y mitad máquina, sino por corregir las derivas que le impiden al ser humano actual conectar con nuestra naturaleza humana, con nuestra humanidad, y vivir nuestra vida individual y colectivamente de manera más placentera y completa. Pasa también por recobrar el sentido de nuestra existencia recuperando los valores propiamente humanos, la capacidad de placer, la cooperación y la comunicación con nuestros semejantes.

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